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UN CONTINENTE ENFERMO

UN CONTINENTE ENFERMO Una treintena de libros, entre ellos obras fundamentales como «Tiempos modernos», «La historia de los judíos» o la más reciente «Una historia del pueblo americano», avala al inglés Paul Johnson como profundo observador de las tendencias que toma la historia. A sus 76 años, Johnson sigue con igual interés que siempre los acontecimientos internacionales, incluso con más pasión si cabe. De evolución heterodoxa -de una juventud izquierdista pasó al deslumbramiento por Margaret Thatcher y ahora a una admiración por la persona de Tony Blair-, Johnson es una de las voces más claras del pensamiento liberal-conservador. Acérrimo defensor de George Bush, fustiga a los intelectuales occidentales por un antiamericanismo que considera consecuencia de su poco aprecio por la democracia. Os invitamos a leer su último artículo publicado en la tercera del ABC.





NO se puede negar que Europa como entidad está enferma y que en la Unión Europea como institución reina el desorden. Pero ninguna de las soluciones que se están discutiendo actualmente puede remediar las cosas. Lo que debería deprimir a los partidarios de la unidad europea tras el rechazo por Francia y Holanda de la constitución propuesta no es tanto el fracaso de este ridículo documento como la respuesta de los dirigentes a la crisis, especialmente en Francia y Alemania. Jacques Chirac ha reaccionado nombrando primer ministro a Dominique de Villepin, un frívolo donjuán que nunca ha sido elegido para nada y es conocido principalmente por su opinión de que Napoleón debería haber ganado la batalla de Waterloo y seguir gobernando Europa. El alemán Gerhard Schröder se limitó a subir el tono de su retórica anti-estadounidense. Lo que es claramente patente entre la élite de la UE no es sólo la falta de capacidad intelectual sino una obstinación y una ceguera que bordean la imbecilidad. Como dijo el gran poeta paneuropeo Schiller: «Hay un tipo de estupidez contra la que hasta los dioses luchan en vano».

Los puntos débiles fundamentales a los que hay que poner remedio si se quiere que la UE sobreviva son de tres tipos. En primer lugar, se ha intentado hacer demasiado, con demasiada rapidez y demasiado detalle. Jean Monnet, arquitecto de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el proyecto original de la UE, siempre dijo: «Evitar la burocracia. Guiar, no dictar. Normas mínimas». Había aprendido a despreciar la Europa del totalitarismo en la que había crecido y en la que el comunismo, el fascismo y el nazismo competían por imponer normativas sobre cada aspecto de la existencia humana. Reconocía que el instinto totalitario está profundamente arraigado en la filosofía y la mentalidad europeas -en Rousseau y Hegel, así como en Marx y Nietzsche- y debe ser combatido con toda la fuerza del liberalismo, que él consideraba enraizado en el individualismo anglosajón. De hecho, durante toda una generación, la UE ha avanzado en la dirección opuesta y creado un monstruo totalitario propio, que literalmente expele normativas por millones e invade cada rincón de la vida económica y social. Las consecuencias han sido terribles: una inmensa burocracia en Bruselas, cada departamento de la cual está clonado en las capitales de todos los países miembros; un presupuesto enorme, que enmascara una corrupción inaudita, de forma que nunca se ha sometido a auditorías, y que ahora constituye una fuente de ponzoña entre los contribuyentes de los países que pagan más de lo que reciben; y sobre todo, la reglamentación de las economías nacionales a escala totalitaria.

La filosofía económica de la UE, en la medida en que la tiene, se resume en una palabra: «convergencia». El objetivo es hacer que todas las economías nacionales sean idénticas al modelo perfecto. Pero resulta que ésta es en realidad la fórmula perfecta para el estancamiento. Lo que hace funcionar al sistema capitalista, lo que mantiene el dinamismo de las economías es precisamente el inconformismo, lo nuevo, lo inusual, lo excéntrico, lo egregio, lo innovador, que manan de la inagotable inventiva de la naturaleza humana. El capitalismo prospera con la ausencia de normas o con la capacidad de burlarlas. Por consiguiente, no sorprende que Europa, que creció rápidamente en las décadas de 1960 y 1970, antes de que la UE echara a andar, haya ralentizado su ritmo desde que Bruselas asumió la dirección e impuso la convergencia. Ahora está estancada. Las tasas de crecimiento superiores al 2 por ciento son raras, excepto en Reino Unido, que fue thatcherizado en la década de 1980 y desde entonces ha seguido el modelo de libre mercado estadounidense. El crecimiento lento o inexistente, agravado por el poder de los sindicatos, encaja bien en el sistema de Bruselas e impone mayores restricciones al dinamismo económico: jornadas laborales cortas y enormes gastos en seguridad social que han provocado un desempleo elevado, superior al 10 por ciento en Francia y más elevado en Alemania que en cualquier otro momento desde que la Gran Depresión llevó a Hitler al poder.

Es natural que el desempleo elevado y crónico genere una ira depresiva que encuentra múltiples expresiones. Una, en la Europa actual, es el anti-semitismo y el anti-americanismo. Otra son las tasas de natalidad excepcionalmente bajas, más bajas en Europa que en cualquier otra parte del mundo excepto Japón. Si se mantienen las actuales tendencias, la población de Europa (excluidas las islas británicas) será inferior a la de Estados Unidos a mediados de siglo: por debajo de 400 millones, de los cuales los mayores de 65 años constituirán un tercio. El aumento del anti-americanismo, una forma de irracionalidad deliberadamente fomentada por los señores Schröder y Chirac, que creen que con él conseguirán votos, resulta especialmente trágico, porque las primeras fases de la UE tuvieron su origen en la admiración por la forma estadounidense de hacer las cosas y la gratitud por la manera en que Estados Unidos había salvado a Europa, primero del nazismo y después (bajo la presidencia de Harry Truman) del imperio soviético, mediante el Plan Marshall en 1947 y la creación de la OTAN en 1949.

Los padres fundadores de Europa -el propio Monnet, Robert Schumann en Francia, Alcide de Gasperi en Italia y Konrad Adenauer en Alemania- eran pro estadounidenses convencidos y estaban ansiosos por posibilitar que las poblaciones europeas disfrutaran del estilo de vida estadounidense. Adenauer en particular, ayudado por su brillante ministro de Economía Ludwig Erhardt, reconstruyó la industria y los servicios de Alemania, siguiendo el modelo más libre posible. Éste fue el origen del «milagro económico» alemán, en el que las ideas estadounidenses desempeñaron un papel determinante. El pueblo alemán floreció como nunca en su historia, y el desempleo alcanzó mínimos históricos. El descenso del crecimiento alemán y el estancamiento actual datan del punto en el que sus dirigentes se apartaron de Estados Unidos y siguieron el modelo de «mercado social» francés.

La enfermedad de la UE se deriva de un factor aún más fundamental. Europa no sólo ha vuelto la espalda a Estados Unidos y al futuro del capitalismo, sino también a su pasado histórico. Europa fue esencialmente una creación del matrimonio entre la cultura grecorromana y el cristianismo. Bruselas ha repudiado, de hecho, a ambos. En la malhadada Constitución no se mencionaban los orígenes cristianos de Europa, y el Parlamento Europeo de Estrasburgo ha insistido en que un católico practicante no puede ocupar el cargo de Comisario de Justicia de la UE.

Igualmente, lo que llama la atención del observador en el actual funcionamiento de Bruselas es el asfixiante e insufrible materialismo de su punto de vista. El último estadista continental que captó el contexto histórico y cultural de la unidad europea fue Charles de Gaulle, que deseaba «la Europa de las patrias» (L´Europe des patries). Recuerdo que en una de sus conferencias de prensa hizo referencia a «L´Europe de Dante, de Goethe et de Chateaubriand». Yo le interrumpí: «Et de Shakespeare, mon General?». Él se mostró de acuerdo: «Oui! Shakespeare aussi!». Ninguno de los miembros principales de la élite de la UE actual usaría ese lenguaje. La UE carece de contenido intelectual. Los grandes escritores no tienen función que desempeñar en ella, ni siquiera indirectamente, como tampoco los grandes pensadores o científicos. No es la Europa de Aquino, Lutero o Calvino; o la Europa de Galileo, Newton y Einstein. Hace medio siglo, Robert Schumann, primero de los padres fundadores, solía referirse en sus discursos a Kant y a santo Tomás Moro, a Dante y al poeta Paul Valéry. Para él -dijo explícitamente- la construcción de Europa era una «gran cuestión moral». Hablaba del «alma de Europa». Tales pensamientos y expresiones no tocan ninguna fibra sensible en la Bruselas actual. En resumen, la UE no es un cuerpo vivo, con mente, espíritu y alma que le dé vida. Y a no ser que encuentre esas dimensiones inmateriales pero esenciales, pronto será un cuerpo muerto, el cadáver simbólico de un continente moribundo.

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