EL ALMIRANTE ZP CONTRA LA INJUSTICIA UNIVERSAL
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Nos hemos quedado compuestos y sin Juegos Olímpicos, pero al menos nos queda el consuelo de contar con un presidente olímpico. Y no es, pese a lo que algunas mentes mal intencionadas pudieran pensar, porque el accidental ZP pase olímpicamente del clamor que se alza en la calle contra su política de secta y segregación, ni tampoco por el olímpico desden con el que despacha a quienes le solicitan una entrevista sin propósitos exclusivamente laudatorios hacia su sonriente persona (léase víctimas del terrorismo, representantes de las familias agraviadas, de los agricultores sedientos, etc.)
No, si afirmamos que al palmito de Zapatero también le adornan cualidades olímpicas, es por su inagotable espíritu de superación, por esa consagración suya al cumplimiento de la trilogía del "altius, citius, fortius" (advertimos a Carmen Calvo que no de trata de los Tres Mosqueteros). Por muy alto que él mismo se ponga el listón, ZP nunca se conforma y siempre busca una nueva pirueta con la que poder encumbrar su elocuencia hasta niveles estratosféricos. Cuando el año pasado Rodríguez, ante las boquiabiertas Naciones Unidas, se marcó aquello tan rumboso de la "alianza de civilizaciones", muchos pensaron que nuestros esclarecido presidente había tocado el techo de la excelencia conceptual y, por consiguiente, podía ya retirarse tan a gusto (de hecho, sobre este último particular el consenso es cada vez mayor).
¡Qué ingenuos! Tan inagotable como una cornucopia, el tarro de las esencias marca Rodríguez acaba de destaparse hace pocos días para regalarle a las civilizaciones aliadas otra de sus geniales aportaciones conceptuales. La nueva criatura alumbrada por el megaprogre magín zapateril se condensa en la sucinta pero contundente expresión "mar de injusticia universal" y supone la explicación y, por tanto, la solución definitiva al grave problema del terrorismo mundial. Ahí es nada.
Hasta ahora, lastrados sin duda por una capacidad de análisis de corto alcance, cuando nos enfrentábamos a las masacres de personas inocentes en Nueva York, Bali, Madrid, Casablanca Londres o Bagdad, sentíamos hervir la indignación y la rabia en nuestro interior, valorábamos el fanatismo y la maldad del terrorismo islamista como una de las mayores amenazas que actualmente se ciernen sobre la Humanidad, y -toscos de nosotros- concluíamos que era indispensable una respuesta unánime de la sociedad frente a la barbarie de unos criminales que escupen sobre la paz y la tolerancia.
Pues no. Ha sido necesario que el "thinktank" monclovita le echara un rato al asunto para descubrir que, al cabo, la culpa del terrorismo no es de los terroristas y que lo injusto no es tanto el resultado de miles de vidas inocentes destrozadas, cuanto ese nebuloso conglomerado de clichés sesentayochistas, tópicos pijoprogres y lemas de pegatina que tapan lo mismo un roto que un descosido. ¿Para qué molestarse en combatir frontalmente a los terroristas, con nombres y apellidos, si siempre, además de cómodo y barato, es más "fashion" dedicarse a audaces ejercicios de crítica total del sistema?
Hoy, el gran enemigo de nuestros valores, de nuestra forma de vida y de nuestra propia supervivencia, se llama terrorismo. Por eso, de quienes tienen la responsabilidad de gobernar no esperamos que escurran el bulto tras una nube de florilegios retóricos, sino que pongan todo su empeño en defendernos y que combatan con decisión el terrorismo, esa terrible realidad que hoy nos toca afrontar, al igual que nuestros padres y abuelos tuvieron que lidiar contra las acometidas del totalitarismo en sus distintas pero igualmente terribles versiones.
Paseando por la cubierta de su barco de papel, el almirante ZP navega a la deriva por los procelosos mares de la injusticia universal. Mientras tanto, la incómoda realidad aguarda en tierra.
Nos hemos quedado compuestos y sin Juegos Olímpicos, pero al menos nos queda el consuelo de contar con un presidente olímpico. Y no es, pese a lo que algunas mentes mal intencionadas pudieran pensar, porque el accidental ZP pase olímpicamente del clamor que se alza en la calle contra su política de secta y segregación, ni tampoco por el olímpico desden con el que despacha a quienes le solicitan una entrevista sin propósitos exclusivamente laudatorios hacia su sonriente persona (léase víctimas del terrorismo, representantes de las familias agraviadas, de los agricultores sedientos, etc.)
No, si afirmamos que al palmito de Zapatero también le adornan cualidades olímpicas, es por su inagotable espíritu de superación, por esa consagración suya al cumplimiento de la trilogía del "altius, citius, fortius" (advertimos a Carmen Calvo que no de trata de los Tres Mosqueteros). Por muy alto que él mismo se ponga el listón, ZP nunca se conforma y siempre busca una nueva pirueta con la que poder encumbrar su elocuencia hasta niveles estratosféricos. Cuando el año pasado Rodríguez, ante las boquiabiertas Naciones Unidas, se marcó aquello tan rumboso de la "alianza de civilizaciones", muchos pensaron que nuestros esclarecido presidente había tocado el techo de la excelencia conceptual y, por consiguiente, podía ya retirarse tan a gusto (de hecho, sobre este último particular el consenso es cada vez mayor).
¡Qué ingenuos! Tan inagotable como una cornucopia, el tarro de las esencias marca Rodríguez acaba de destaparse hace pocos días para regalarle a las civilizaciones aliadas otra de sus geniales aportaciones conceptuales. La nueva criatura alumbrada por el megaprogre magín zapateril se condensa en la sucinta pero contundente expresión "mar de injusticia universal" y supone la explicación y, por tanto, la solución definitiva al grave problema del terrorismo mundial. Ahí es nada.
Hasta ahora, lastrados sin duda por una capacidad de análisis de corto alcance, cuando nos enfrentábamos a las masacres de personas inocentes en Nueva York, Bali, Madrid, Casablanca Londres o Bagdad, sentíamos hervir la indignación y la rabia en nuestro interior, valorábamos el fanatismo y la maldad del terrorismo islamista como una de las mayores amenazas que actualmente se ciernen sobre la Humanidad, y -toscos de nosotros- concluíamos que era indispensable una respuesta unánime de la sociedad frente a la barbarie de unos criminales que escupen sobre la paz y la tolerancia.
Pues no. Ha sido necesario que el "thinktank" monclovita le echara un rato al asunto para descubrir que, al cabo, la culpa del terrorismo no es de los terroristas y que lo injusto no es tanto el resultado de miles de vidas inocentes destrozadas, cuanto ese nebuloso conglomerado de clichés sesentayochistas, tópicos pijoprogres y lemas de pegatina que tapan lo mismo un roto que un descosido. ¿Para qué molestarse en combatir frontalmente a los terroristas, con nombres y apellidos, si siempre, además de cómodo y barato, es más "fashion" dedicarse a audaces ejercicios de crítica total del sistema?
Hoy, el gran enemigo de nuestros valores, de nuestra forma de vida y de nuestra propia supervivencia, se llama terrorismo. Por eso, de quienes tienen la responsabilidad de gobernar no esperamos que escurran el bulto tras una nube de florilegios retóricos, sino que pongan todo su empeño en defendernos y que combatan con decisión el terrorismo, esa terrible realidad que hoy nos toca afrontar, al igual que nuestros padres y abuelos tuvieron que lidiar contra las acometidas del totalitarismo en sus distintas pero igualmente terribles versiones.
Paseando por la cubierta de su barco de papel, el almirante ZP navega a la deriva por los procelosos mares de la injusticia universal. Mientras tanto, la incómoda realidad aguarda en tierra.
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