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FORO LIBER@L

DOS VISIONES

Presentamos dos artículos, uno de Juan Manuel de Prada, valiente e inteligente periodista y aportando la otra vision a Mario Vargas Llosa.



LAS IDEAS DE LA IGLESIA Por Juan Manuel de Prada

ESCRIBÍA Chesterton que el catolicismo es «la única religión que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser un hijo de nuestro tiempo». Quienes acusan a la Iglesia de no acomodarse a los tiempos no entienden que ser católico consiste, precisamente, en oponerse a la mentalidad dominante, en conquistar un ámbito de fortaleza y libertad interior que, impulsado por la fe, permita nadar a contracorriente. Se repite machaconamente que la Iglesia es una enemiga de las ideas nuevas; machaconamente se la tilda de «carca», «casposa» y otras lindezas limítrofes. Un análisis serio de la Historia nos enseña, sin embargo, que los católicos se han caracterizado siempre por brindar ideas nuevas; y que, por sostener tales ideas, han padecido incomprensiones sin cuento. Cuando San Pablo, y con él las primeras comunidades de cristianos, se oponían a la esclavitud no estaban, precisamente, «acomodándose a los tiempos». Chesterton destaca que los católicos siempre han vindicado ideas nuevas «cuando eran realmente nuevas, demasiado nuevas para hallar apoyos entre las gentes de su época». Así, por ejemplo, el jesuita Francisco Suárez elaboró una lucida teoría sobre la democracia doscientos años antes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa; pero, desgraciadamente, aquella teoría fue formulada con dos siglos de adelanto, en una época en que los monarcas fundaban su tiranía sobre un inexistente Derecho Divino. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Cuando, en nuestros días, se caricaturiza a la Iglesia como una enemiga de las ideas nuevas se quiere decir, en realidad, que es -cito de nuevo al autor de El hombre que fue jueves- «enemiga de muchas modas influyentes y gregariamente aceptadas, muchas de las cuales se pretenden novedosas, aunque en su mayoría estén empezando a ser un pequeño fósil. La Iglesia se opone con frecuencia a las modas perecederas de este mundo; y lo hace basándose en una experiencia suficiente para saber cuán rápidamente perecen . Nueve de cada diez de las llamadas «nuevas ideas» no son sino viejos errores. La Iglesia Católica cuenta entre sus obligaciones principales con la de prevenir a la gente de incurrir otra vez en esos viejos errores No existe ningún otro caso de continuidad de la inteligencia parangonable al de la Iglesia, pues su labor ha consistido en «pensar sobre el pensamiento» durante dos mil años. De ahí que su experiencia cubra casi todas las experiencias; y, en especial, casi todos los errores».

Las palabras de Chesterton resuenan hoy con una renovada clarividencia. El error principal de nuestra época se resume en una forma deshumanizada de hedonismo que niega la intrínseca dignidad de la vida; así, se han fomentado prácticas aberrantes, como el aborto, que hoy son cobardemente aceptadas, pero que dentro de doscientos años provocarán el horror y la vergüenza de las generaciones venideras. La idea de defensa de la vida, que los apacentadores del rebaño tachan de vieja, es rabiosamente nueva; vindicarla es un modo -incómodo, por supuesto, pero por ello más excitante- de nadar a contracorriente. Naturalmente, los apacentadores del rebaño procurarán siempre soslayar el debate de las ideas, sustituyéndolo por un ofrecimiento indiscriminado de «modas influyentes» y perecederas. Frente a polémicas profilácticas con fecha de caducidad que no alcanzan el rango de verdaderas ideas, la Iglesia propone una visión humanista del sexo, encauzado por la responsabilidad y no reducido a un mero ejercicio lúdico, trivial y, a la postre, autista. Defender esta idea nueva condena a la soledad y el ostracismo; es el precio -y el premio- que acarrea liberarse de la «degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo».

VARIACIONES SOBRE EL CONDÓN Por Mario Vargas Llosa


Lo que parecía un paso de la Iglesia católica con la bota de siete leguas del gigante del cuento para salir de la caverna y adaptarse a la modernidad ha quedado en agua de borrajas. La declaración de la Conferencia Episcopal Española, transmitida el 18 de enero por su portavoz y secretario general, el padre Juan Antonio Martínez Camino, según la cual el uso de preservativos estaría autorizado a los creyentes en el "contexto de una prevención integral y global del sida", fue rectificada al día siguiente por la autoridad pontificia. El obispo José Luis Redrado Marchite, secretario del Consejo Pontificio para la Salud del Vaticano, recordó en Roma que el condón "es un medio que la Iglesia católica condena" y, poco después de recibir ese jalón de orejas, el propio monseñor Martínez Camino daba marcha atrás, afirmando en un comunicado que el empleo del condón sigue siendo, a juicio de la Iglesia, "inmoral".

Parecía cuando menos difícil, para no decir imposible, que la jerarquía católica de España, la más ortodoxa y leal a Roma, pudiera haberse atrevido a formular una toma de posición de esta índole, sin la anuencia, o por lo menos el conocimiento previo, de las altas instancias vaticanas. ¿Fiel a su proverbial astucia, lanzó la Iglesia un globo de ensayo a partir de la complicada España de nuestros días para el catolicismo -donde un Gobierno socialista con amplio apoyo de la opinión pública aprueba los matrimonios gay, reduce o anula los cursos de religión y promueve campañas a favor del sexo seguro- a favor de un aggiornamiento en una materia en la que su posición intransigente le acarrea más críticas y la aleja más de la realidad contemporánea, sólo para dar un paso atrás al advertir la conmoción que aquel anuncio causó en sus estratos más graníticos?

De todos modos, en su declaración a la prensa, el precavido portavoz de la Conferencia Episcopal había dado a entender, de manera un tanto anfibológica, que no se trataba de un cambio radical de la postura de la Iglesia sobre el control de la natalidad por métodos artificiales, sino, más bien, de algo parecido a una licencia provisional y circunscrita, determinada por la gravísima emergencia que constituye la diseminación del sida en ciertas regiones del mundo, sobre todo en África. Y, citando un número reciente de la prestigiosa revista médica inglesa The Lancet, añadió que la Iglesia coincidía con la estrategia propuesta por esta publicación para combatir el sida combinando el uso de preservativos con la abstinencia sexual y la fidelidad conyugal. ¿Qué pasó exactamente? Ya se sabrá. Lo único que debe descartarse es una simple metida de pata de monseñor Martínez Camino, cura inteligente y astuto si los hay para resbalar de esa manera, y quien, sin duda, no ha sido más que un chivo emisario sacrificado en una operación de alto vuelo que falló.

Sea como sea, y pese a la rectificación, hay que ver en este pequeño amago una resquebrajadura en la sólida muralla de la intolerancia vaticana por la que, más pronto que tarde, acabará por desmoronarse su resistencia feroz a admitir que el transparente e incómodo preservativo intervenga en la vida de la pareja a la hora de hacer el amor y libere a los cónyuges, además del riesgo de contagio de una enfermedad, de una gestación no querida. Porque éste es el fondo del problema. Para la Iglesia, el acto sexual no tiene ni puede tener otro objetivo que fecundar a la madre y traer a este valle de lágrimas nuevas almas que sirvan al Señor. La perpetuación de la especie, el mantenimiento de la vida humana, es lo que santifica a la familia y justifica el acto del amor.

La sola idea de placer ha sido siempre motivo de recelo para la moral católica, y de escándalo y abominación si se trata específicamente de placer carnal. El goce de la pareja sólo es admisible, dentro del matrimonio, como consecuencia no buscada de la razón primera y única del encuentro amoroso: la procreación. Desaparecida esta razón por injerencia del discreto capuchón de plástico, o, en el caso de la mujer, de la T de cobre, los parches anticonceptivos o el anillo vaginal, el acto sexual pierde todo asomo de espiritualidad, deja de ser una acción de servicio a favor de la vida, y se convierte en refocilo animal, mera satisfacción de los bajos instintos y rendición a lo más material y sucio de lo humano. Hacer el amor por el mero deseo de gozar, es fornicar, sucumbir a la concupiscencia, pecar.

Esta concepción de la vida sexual, contrapartida inseparable del culto a la virginidad y a la castidad como virtudes supremas de la conducta humana, tan poco realista, y, en nuestro tiempo, en entredicho tan estruendoso con la liberación de las costumbres y de los parámetros morales reinantes en los países modernos, ha alejado de la Iglesia católica a millones de hombres y mujeres y ha ido convirtiendo la adhesión de un gran número de creyentes a la institución en una hipócrita representación de circunstancias, desprovista de contenido y convicción, en la que las prohibiciones de esta índole son poco menos que universalmente desobedecidas por los creyentes, aunque vayan a misa los domingos y se casen y entierren según los ritos católicos.

No es de extrañar que la cuidadosa y rápida alusión del portavoz de la Conferencia Episcopal española a la posibilidad de autorizar el uso de preservativos para combatir el sida haya provocado nerviosismo y cólera en las intimidades del Vaticano y precipitado un desmentido. Porque en el momento mismo en que se resigne a tolerar la presencia de aquel adminículo en la intimidad sexual, la Iglesia se verá obligada a reconocer esta verdad que siempre ha negado (pero que todos los católicos conocen de sobra): que la incitación primordial para hacer el amor, desde los apareamientos de la caverna primitiva hasta los sofisticados debates amorosos de la permisiva sociedad moderna, en todos los seres humanos sin excepción, ha sido la búsqueda del placer y no la fabricación de descendientes. Cuando el ser humano descubrió que había una relación de causa a efecto entre la cópula y el embarazo habían pasado muchos siglos que las parejas llevaban haciendo el amor y no existe, ni ha existido nunca, espécimen humano capaz de experimentar una erección y producir un orgasmo inflamado sólo por la evangélica idea de fecundar a su cónyuge y engordar con nuevos cachorros a la humana grey.

El rechazo sistemático de la Iglesia a admitir que la búsqueda del placer en el ámbito sexuales una legítima aspiración del ser humano y una de las predisposiciones de su naturaleza, contrasta con la tolerancia que siempre ha mostrado con las debilidades de hombres y mujeres (de aquéllos sobre todo, con éstas ha sido siempre mucho más severa) en otros campos, como los placeres de la mesa, el apetito de poder, de riquezas, de lujo y de dominio, entre otros, y a pasar por alto, en muchas épocas de la historia, abusos y desafueros a veces enormes de tiranos y sátrapas que obtenían su bendición. Pese, y acaso como consecuencia de, esa abjuración y horror del sexo y el placer carnal que ha mantenido, su historia se ha visto plagada de caídas en la tentación tan satanizada y combatida, al extremo de que, paradójicamente, la Iglesia católica sea tal vez la materia prima que más ha enriquecido con sus ceremonias, escenarios, atuendos, príncipes, pontífices, mitrados y pastores a disparar la imaginación erótica -no hay pornografía ni erotismo dignos de ese nombre sin hábitos y conventos- y la institución religiosa que protagoniza, hasta nuestros días, los más sonados escándalos sexuales que registra la historia de las religiones en actividad.

Tengo la convicción absoluta de que el condón y sus equivalentes acabarán por ganar la aquiescencia de la milenaria institución y profetizo que el desenlace de esta antigua guerra ocurrirá en un futuro más bien próximo. Veo en este confuso episodio sucedido en estos días en España el vislumbre anticipatorio de la gran revolución, en la que el Vaticano bendecirá el condón como terminó, a regañadientes al principio, por bendecir la democracia, la libertad, el mercado, que antes anatematizaba en nombre de la fe. El anacronismo que representa la doctrina de la Iglesia católica en materia sexual es tan absoluto en nuestros días que, si Roma no cede y se adapta a la realidad, como le piden tantos católicos convictos y confesos, y como lo ha hecho en tantos otros campos, corre el riesgo de verse poco menos que acorralada y marginada como una reliquia vetusta por otras iglesias, las aguerridas, incansables y aburridas iglesias evangélicas por ejemplo, que de un tiempo a esta parte vienen arrebatándole la adhesión de los sectores más empobrecidos del Tercer Mundo.

Conviene que lo haga y que se adapte a su tiempo, porque nada bueno sobrevendría a la humanidad si, por valetudinaria y reacia al progreso, la Iglesia católica terminara siendo un cascarón vacío, sin audiencia. La religión es importante para encausar la ansiedad y el desasosiego que produce a los seres humanos su condición mortal, su incertidumbre y su miedo frente al más allá, y para embridar aquellos instintos que, dejados en libertad, provocarían hecatombes y podrían retrocedernos a las formas más primitivas de la barbarie, como escribió Georges Bataille. Sólo una minoría de seres humanos puede vivir sin religión, suplantándola por la cultura. Para el común de los mortales, además, la moral sólo es comprensible, admisible y practicable encarnada en los preceptos de la religión. Pero, para poder seguir existiendo como esa fuerza viva y operante que fue en tantos momentos del pasado, cuando representó un progreso intelectual, político, científico y moral sobre los cultos y religiones de la antigüedad, o en la Edad Media, cuando fue prácticamente la sola institución capaz de aglutinar y dotar de un sentido y un orden a una comunidad estremecida por el miedo, la confusión y las guerras, la religión necesita adaptarse a las realidades de la vida y no exigir a sus adeptos lo imposible. ¿Acaso la supervivencia de la Iglesia católica no vale un condón?

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